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El papa Francisco y la desigualdad

Publicado lunes 28 de abril

Pocas figuras religiosas han generado tanta afinidad fuera de su credo como el papa Francisco. Fue admirado no solo por católicos, sino también por personas de otras religiones y por muchos no creyentes. Algunos lo acusaron de politizar su insistencia en la justicia social, pero su preocupación por los pobres, y su denuncia de lo que llamó una “economía de la exclusión y la inequidad”, resonó ampliamente, incluso más allá de los límites de la Iglesia.

Los economistas abordan estos temas a través del concepto de bienestar social. No basta con medir el ingreso nacional: importa cómo se reparte. La intuición clave, que se remonta a John Stuart Mill, es que un dólar adicional en manos de una persona pobre genera más bienestar que ese mismo dólar en manos de alguien rico. Esta lógica tiene consecuencias importantes. La desigualdad no es solo injusta: también es ineficiente. A medida que aumenta, la sociedad obtiene menos bienestar del conjunto de recursos disponibles.

Otra forma de verlo es que la desigualdad representa una oportunidad desperdiciada para reducir la pobreza. Si un país es pobre pero igualitario, puede decirse que simplemente carece de recursos. Pero si hay tanto pobreza como desigualdad, los recursos existen: lo que falta es voluntad de compartirlos. En ese caso, la pobreza no es solo una tragedia. Es también una injusticia.

Criticar la desigualdad no implica indignarse por la riqueza existente sino por la pobreza evitable. Atribuir esa preocupación a la envidia, como hacen algunos, es un error tanto moral como empírico. No se trata de que no haya ricos, sino de que no haya pobres cuando existen los medios para evitarlo.

Además, los datos contradicen el viejo argumento según el cual redistribuir frena el crecimiento. Los países más ricos del mundo también son, en promedio, los más igualitarios. Como región, Europa occidental lidera tanto en ingreso per cápita como en gasto social como proporción del PIB.

Claro que algunas políticas públicas mal diseñadas pueden ser contraproducentes. Pero abundan las intervenciones que reducen la desigualdad y al mismo tiempo promueven la productividad: la inversión en educación y primera infancia, las transferencias a familias de bajos ingresos, los servicios de salud pública de calidad financiados mediante impuestos a los sectores de mayores ingresos. Sin estas políticas, los niños nacidos en hogares carenciados enfrentan enormes barreras para desarrollar su potencial, lo que perpetúa la pobreza y también impide el crecimiento.

La desigualdad no se limita a lo económico. También configura relaciones sociales. En países muy desiguales, los ricos no solo viven mejor: también ejercen dominación sobre otros. En Argentina, el 1% más rico puede contratar a alguien a tiempo completo para que atienda sus necesidades por apenas el 7% de su ingreso, y muchos hogares tienen empleada doméstica. En Suecia, un país mucho más igualitario, el 1% tendría que gastar el 25% de su ingreso y el trabajo doméstico se percibe como moralmente cuestionable. Allí, los ricos capturan una porción mucho menor del ingreso total y queda más para los salarios del resto. Como advirtió Francisco, la desigualdad alienta una cultura en la que “los seres humanos son considerados bienes de consumo que se pueden usar y luego desechar”.

En contextos de alta desigualdad, los ricos pueden vivir aislados del resto. No comparten la escuela, el transporte ni los hospitales con el otro. Los pobres, entonces, no son reconocidos como conciudadanos: a lo sumo son empleados. La desigualdad corroe la pertenencia a la comunidad, el respeto y la dignidad humana.

Francisco planteó la desigualdad como un problema moral. No le faltaban razones: implica que la pobreza persiste no por falta de recursos, sino por falta de justicia. Además, conlleva relaciones sociales que atentan contra la fraternitas universalis que él defendía. Ojalá todos estuviéramos más atentos a lo que nos quiso enseñar.

Fuente/Copyright: Paul Segal - Perfil