Seguinos en

La Nación

El coraje de hablar ante el poder

Publicado viernes 25 de abril

Hace unos días, una periodista con años de experiencia en medios nacionales se preguntaba en el aire si criticar al Presidente podía costarle algo: una respuesta agresiva, una descalificación, una campaña de desprestigio. No levantó la voz ni hizo una denuncia partidaria. Simplemente expresó su preocupación: “Tengo derecho a expresar una crítica –dijo– y no me debería costar nada.” Esa frase, dicha con calma, decía mucho más de lo que parecía.

No es un caso aislado. Ni es nuevo. Lo mismo le pasa a una economista que cuestiona una decisión, o a un docente que se anima a enseñar teoría crítica en su clase. Se los acusa no por mentir, sino por pensar distinto. Como si ese pensamiento, cuando contradice el relato dominante, dejara de ser un aporte y se convirtiera en una amenaza.

En la tradición griega, parresía designaba una forma valiente de decir la verdad. No cualquier verdad, y no en cualquier circunstancia. Era el acto de hablar con franqueza incluso cuando hacerlo implicaba un riesgo personal. Foucault retomó esta noción para pensar la ética del decir: la parresía no es simplemente opinar libremente, sino decir aquello que incomoda al poder, con conocimiento y con responsabilidad.

Esa figura –el que habla cuando otros callan, el que sostiene una voz crítica aun anticipando que vendrán consecuencias– se vuelve cada vez más incómoda pero necesaria en contextos donde la política se entiende como un combate permanente. Allí, el saber técnico se transforma en blanco de ataque, sospecha o persecución. Lo que debería ser un insumo para la deliberación pública –tan necesaria en un mundo cada vez más complejo y desafiante– se convierte en un estorbo para el despliegue de la narrativa dominante, porque la pone en duda o la contradice.

Lo vemos con claridad en distintas partes del mundo. En Estados Unidos, por ejemplo, algunas universidades se han transformado en territorio de disputa ideológica. El desacuerdo sobre conflictos internacionales, los debates sobre diversidad o incluso el mero hecho de enseñar teoría crítica se han convertido en causas para que líderes políticos denuncien a las instituciones educativas como enemigas del pueblo. El saber (aun cuando en la propia ética de la ciencia se sabe provisorio) es visto como una amenaza. La autonomía intelectual aparece como un privilegio sobre el que hay que actuar.

En este clima, la figura de quien ha estudiado un tema –científico, docente, analista, profesional con trayectoria– pasa a ocupar un lugar ambiguo. Por un lado, se le exige que fundamente sus dichos, que hable con datos, que no opine desde una posición ideológica o partidaria. Pero cuando lo hace –cuando ofrece argumentos, cuando contradice el relato dominante, cuando propone matices en lugar de certezas– es rápidamente etiquetado como funcional a intereses ocultos (suyos o de algún otro grupo de interés).

Por supuesto, ningún saber es neutral ni infalible. El conocimiento también tiene contextos, intereses y puntos ciegos. Y esos contextos pueden y deben mostrarse en una discusión. Justamente ese es el punto de la discusión y el debate. Pero descalificarlo por principio, solo porque incomoda, no es una crítica saludable: es una forma de empobrecimiento democrático.

Y esta tensión entre saber y poder no es patrimonio de una ideología. Atraviesa gobiernos de distinto signo y liderazgos de diversa orientación política. El desprecio por la crítica informada puede vestirse de retórica revolucionaria (se descalifica al que disiente tachándolo de “privilegiado y funcional al sistema”) o de pragmatismo tecnocrático (se lo descarta porque “no entiende nada”). Por eso, no es un problema de unos contra otros: es una amenaza estructural al espacio público.

Como advirtió Hannah Arendt –que vivió y reflexionó sobre una de las etapas más oscuras del siglo XX– lo más inquietante no es que se digan mentiras, sino que la distinción entre verdad y mentira se vuelva irrelevante. Cuando los hechos ya no importan, cuando todo se interpreta como “opinión interesada” o “agenda oculta”, quien se esfuerza por sostener una mirada basada en el conocimiento honesto queda reducido al rol de adversario político. Y ese desplazamiento –del experto al enemigo– es peligroso no solo para quien lo sufre, sino para el espacio público que compartimos. Le pasa a ella o a él, y de alguna forma, nos pasa a todos.

Por eso, sin voces que incomoden, sin instituciones que resistan la presión del presente, la democracia se vuelve más pobre, más frágil, más expuesta a la mentira útil. La parresía no es arrogancia ni heroísmo. Es una forma de cuidado. De uno mismo, de la propia honestidad intelectual, pero sobre todo del mundo en común.

Callar para no molestar al poder es cómodo. También evita problemas. Pero hablar, cuando lo que se dice nace del conocimiento honesto y busca enriquecer el debate, es un gesto profundamente político. No por partidario, sino por el compromiso con la posibilidad de vivir en una sociedad donde el disenso no se penaliza, se escucha.

Fuente/Copyright: Pablo Fernández - La Nación