La Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA) ha sido un pilar en la lucha contra la corrupción transnacional durante décadas: ha impulsado a empresas de todo el mundo a reforzar sus programas de cumplimiento y a invertir en investigaciones internas para evitar duras sanciones. Durante la primera administración de Trump, paradójicamente, se alcanzaron récords históricos en montos por acuerdos corporativos, en su mayoría dirigidos a compañías extranjeras.
Ahora, el giro apunta a dar un respiro en las sanciones y a concentrar esfuerzos en investigar lazos con cárteles y organizaciones criminales transnacionales (TCOs, por su sigla en inglés). Aunque siempre hay un lado B: el supuesto alivio para los costosos litigios puede implicar comprarse un riesgo futuro. La ley sigue vigente y cualquier infracción puede ser investigada hasta cinco años después de su descubrimiento, plazo que puede extenderse hasta tres años más mientras se solicitan pruebas a autoridades extranjeras.
Asimilar la corrupción como una "práctica comercial rutinaria" es un argumento resbaladizo.
Si bien algunos mercados pueden estar más expuestos a la corrupción, normalizarla como estrategia empresarial conduce al desastre. La corrupción no sólo mata, también distorsiona la competencia e impone un "impuesto" adicional a las empresas, aumentando los costos operativos a largo plazo.
Tampoco parece que los datos soporten la idea de que las empresas norteamericanas sean las únicas perjudicadas por la FCPA: en 2024, el 45% de los casos involucraron a empresas extranjeras, representando el 60% del total de las sanciones. La percepción de que la ley castiga desproporcionadamente a las empresas estadounidenses ignora el hecho de que la mayoría de los casos involucran actores internacionales.
Los mercados financieros reaccionaron con indiferencia ante la orden ejecutiva. Si la medida realmente otorgara una ventaja competitiva, se habría esperado un repunte en las acciones de empresas expuestas a la FCPA. Sin embargo, la preocupación de los inversores estuvo enfocada en la inflación y las tasas de interés. ¿Les suena de algún otro lado? Desde la perspectiva de Compliance, esta decisión es un llamado de atención. Durante años, las empresas han construido programas de integridad robustos, tanto para evitar sanciones como para fortalecer la cultura corporativa y la confianza de los inversores. Ahora, aquellos que han impulsado estos cambios enfrentan el reto de mantener su relevancia sin el respaldo inmediato de la FCPA.
¿Acaso la ética y la integridad empresarial dependen exclusivamente de la amenaza de sanciones? Si la respuesta es afirmativa, entonces el problema no es la orden ejecutiva de Trump, sino la fragilidad de la cultura organizacional.
El verdadero reto para los oficiales de cumplimiento es demostrar que su labor trasciende la FCPA. En la medida en que el temor a la aplicación de la ley sea el único motor de los programas de integridad, se verán recortes en presupuestos y menor interés de la alta dirección.
Pero si Compliance se ha consolidado como un factor estratégico, su importancia seguirá intacta. El soborno sigue siendo ilegal, costoso y peligroso, con o sin la aplicación de la FCPA en la práctica. La integridad no puede ser una moda ni una estrategia dependiente del ciclo político; debe ser un valor innegociable, una virtud del liderazgo.
Este momento es una oportunidad para recalibrar la narrativa de la integridad. Menos énfasis en el miedo a la sanción y más foco en operar con transparencia. Compliance trata, sobre todo, de construir organizaciones sostenibles. Las empresas que comprendan esto seguirán invirtiendo en sus programas de cumplimiento, no por obligación, sino porque saben que el soborno no es un modelo de negocio viable.
Fuente/Copyright: Raúl Saccani - El Cronista Comercial