Los discursos de graduación nos dicen casi al unísono que debemos seguir nuestra pasión. ¿En cualquier contexto? ¿La identificamos? ¿Podemos? ¿Estamos dispuestos? ¿Tenemos las habilidades necesarias o podríamos adquirirlas? ¿Cuánto queremos lo que queremos? ¿Estamos al tanto del costo de corto, mediano o largo plazo?
La pasión, en su acepción de afición vehemente a algo, a veces se despierta temprano. O al menos así se las detecta. Música, deporte, enseñanza, enfermería, medicina, literatura, etc. En todos los casos, el entorno es vitalmente relevante. ¿Cuántas pasiones desconocemos por no haber tenido una aproximación a ellas por alguna razón?
Dejando de lado el debate de si las pasiones son innatas o adquiridas, parece imposible sentir una afición vehemente por algo que no conocemos. El riesgo de pensar que eso que creemos que nos apasiona es lo que nos apasionará por muchos años más puede ser un error relevante. Por otra parte, podríamos descubrir muchas cosas apasionantes caminando. Decir sí, estar abiertos a esas posibilidades, puede llevar a vidas con pasión.
En un artículo, el profesor de Georgetown University Cal Newport se pregunta si la pasión no tiene íntima relación con la manera en la que encaramos lo que debemos hacer, y se permite hacer una recomendación a los más jóvenes: la pasión no es algo que uno siga. Es algo que nos seguirá en tanto y en cuanto pongamos en ello trabajo duro para hacerlo más valioso para el mundo.
Tal vez esa sea la clave para encontrar la pasión: nuestra actitud para enfrentar lo que haya que hacer, conociendo las aristas, los detalles, intentando dominar ese arte, comprendiendo su impacto y permitiéndonos superar los desafíos, que son variables y permanentes.
El debate sobre si las empresas se benefician de la supuesta pasión de sus colaboradores parece ignorar que, en última instancia, en un entorno de libertad, cada persona evalúa las características de un empleo —lugar, tarea, salario, entorno, beneficios, impacto, pasión, etc.— y decide aceptarlo solo si lo percibe como acorde a su esfuerzo, necesidades y realidad. Si siente que lo ofrecido no compensa sus necesidades, simplemente no lo aceptará. Sin emitir un juicio de valor sobre la moralidad del asunto, aceptar esa situación implica que, aunque pueda parecer injusta, la persona considera que lo que recibe es preferible a no recibir nada.
El psicólogo estadounidense Abraham Maslow (1908-1970) desarrolló una pirámide que jerarquiza las necesidades: las fisiológicas, se seguridad, sociales, de estima y de autorrealización. Son las necesidades las que nos mueven a la acción. Las que nos motivan. El profesor del IESE Juan Antonio Pérez López (1934-1996) abordó, en su teoría sobre las motivaciones humanas, estos puntos. Las necesidades externas (o extrínsecas) nos mueven a la acción, a levantarnos para ponernos a trabajar, porque necesitamos eso material y externo. Pero también tenemos motivaciones internas (o intrínsecas), un motor que nos hace querer aprender, saber, conocer las aristas apasionantes de nuestras pasiones. Nos mueven a la acción. Aceptamos un trabajo porque nos pagan y necesitamos el sueldo, pero podríamos estar eligiéndolo por sobre otro porque adicionalmente nos gusta o porque nos enseña y eso nos hace más libres.
Las motivaciones más fuertes son las que nos trascienden (o trascendentes), las que nos exceden como individuos. Hacer algo por nuestra familia, por nuestro equipo, por nuestra comunidad o nuestro país. Ser parte de algo más es sumamente motivante. Eso que nos emociona. Cada uno elegirá la opción que le parezca más rica de este menú: cuánto de extrínseco, de intrínseco o de trascendente. A cada uno de nosotros nos gustarán distintos ingredientes. Y eso es maravilloso.
Fuente/Copyright: Pasión, Trabajo