En medio de una altísima expectativa, no exenta de un nivel similar de incertidumbre, Donald Trump acaba de asumir como presidente de Estados Unidos por segunda vez. Sus decisiones en materia política y económica en un país cuya producción de bienes y servicios aún representa la cuarta parte del PIB mundial impactarán durante los próximos años.
En campaña.
Trump había prometido aumentar aranceles, reducir impuestos corporativos, fortalecer la independencia energética, repatriar empleos, promover la producción manufacturera y limitar la inmigración, por citar temas resonantes.
Un capítulo aparte es su intención de desregular la economía y reducir el tamaño del Estado. Entre 2013 y 2019 su gasto público promedio fue del 35,4% del PBI, levemente superior al promedio de 2001-07 (33,8%).
La pandemia lo elevó hasta casi un 45%, pero en 2024 fue del 37,5%.
Esto sugiere que, según la visión del equipo de Trump, el problema del tamaño del Estado americano no es reciente. En última instancia, todo esto parece apuntar a la intención de sentar las bases para que Estados Unidos crezca rápidamente en los próximos años y mantenga (y, de ser posible, aumente) su hegemonía a nivel mundial.
Es válida aquí una pregunta importante: ¿Estados Unidos perdió su hegemonía en los últimos años, puntualmente a manos de China? Entre otras cuestiones depende del indicador con el que se pretenda medir esa hegemonía, que en el plano económico está muy relacionada con el rol internacional del dólar como moneda de referencia. Pero quizás sea más apropiado enfocar en lo que está ocurriendo en materia de crecimiento económico, aun cuando las limitaciones del PBI como termómetro sean cada vez más evidentes. Las cifras. Según datos del FMI, en el año 2000 el PBI de China, medido en dólares corrientes, representaba un 12% del de Estados Unidos. Esta proporción saltó a un 40% en 2010 y alcanzó un máximo de 75% en 2021.
Desde ese año la relación cayó levemente y en octubre del año pasado las proyecciones del FMI indican que en 2025 estaría en torno al 64%.
En caso de que esto realmente ocurriese, no sería la primera vez que un país pierde preponderancia a manos de otro. La Primera Revolución Industrial convirtió a Gran Bretaña en el líder económico mundial. Luego, con la Segunda Revolución Industrial, Estados Unidos asumió ese rol. En la Tercera, la hegemonía de la economía americana se vio amenazada por Japón, pero finalmente resistió.
Transitando la Cuarta, ¿podría China reemplazar a Estados Unidos en el liderazgo global? En principio, no necesariamente. La historia es rotunda en este aspecto.
Cuando Japón comenzó su despegue económico a comienzos de la década de 1950, su ingreso per cápita representaba sólo un 10% con relación al de Estados Unidos. Cuatro décadas después, estaba por encima del 80%.
Todo parecía indicar que, en pocos años, la economía japonesa sería más rica que la americana, pero las décadas siguientes sorprendieron a muchos: Estados Unidos siguió creciendo sólidamente mientras que Japón se estancó. Hoy, el ingreso per cápita nipón equivale a un 65% del americano.
El hecho de que los cambios de liderazgo se originaran en las revoluciones industriales sugiere algo obvio: que las disrupciones tecnológicas son claves. Sobre todo, aquellas que dan lugar a lo que se denomina tecnologías de propósito general (TPG).
Con el paso del tiempo, pequeñas diferencias en el crecimiento dan lugar a brechas importantes en los niveles de ingresos per cápita. La tecnología puede desencadenar estos procesos porque, a diferencia de la acumulación de capital y trabajo, no está sujeta a los rendimientos decrecientes. En efecto, en períodos de tiempo relativamente cortos, una unidad adicional de capital aumenta la producción en una cantidad menor que la unidad anterior. Pero con la tecnología esto no ocurre.
¿Qué hace especiales a las TPG? Fundamentalmente, su capacidad para funcionar cada vez mejor, para aplicarse transversalmente en todos los sectores productivos y para lograr sinergias con otras tecnologías. Por todo ello, las TPG transforman radicalmente las economías y logran grandes aumentos masivos en la productividad.
La electricidad, las computadores e internet, por mencionar unos pocos casos, pertenecen a este grupo de tecnologías. Y en la actualidad, la Inteligencia Artificial (IA) cuenta con grandes posibilidades de serlo. Quizás incluso con más impacto que las tecnologías mencionadas anteriormente.
Amenaza oriental.
A partir de esto, ¿realmente tiene motivos Estados Unidos para preocuparse por China? Esta pregunta sólo puede admitir una respuesta que considere múltiples dimensiones. Por el momento no hay ningún indicio serio que señale que la economía americana tiene problemas de crecimiento. Entre 2022 y 2024 el PBI creció al 2,7% anual y esta tasa es incluso superior al promedio del período 2010 – 2019 (2,4%). No hay, por lo tanto, señales de desaceleración.
Pero, además, los valores de otros indicadores clave son, en líneas generales, muy buenos. La inflación en 2024 fue del 3% (con la interanual por debajo de ese valor desde junio).
Este valor está por encima de la meta de la Reserva Federal, pero la mejora con respecto a 2023 (4,1%), 2022 (8,0%) y 2021 (4,7%) es notable e incluso los valores más recientes no son muy superiores al promedio para 2010-20 (1,7%). Y el desempleo permanece en mínimos históricos.
En resumen, la economía de Estados Unidos disfruta de una bonanza significativa.
El dato más relevante para comprobarlo es que desde 2021 el PBI estuvo, en promedio, un 0,75% por encima del PBI potencial (0,87% en 2024). Las empresas comparten este optimismo. De hecho, el FMI proyecta que en 2025 la tasa de inversión será equivalente al 22% del PBI; para encontrar un valor similar hay que remontarse hasta 2007.
Sin embargo, el buen desempeño actual no garantiza el éxito futuro. A corto plazo, el desempeño de una economía obedece a los aciertos o errores de la política económica y a la buena o mala "suerte" asociada al contexto mundial. Pero en el largo plazo el crecimiento depende crucialmente de lo que ocurra con la productividad.
Y aquí Estados Unidos tuvo algunas señales de alerta que ayudan a comprender la visión de Trump acerca de la necesidad de avanzar con reformas (aunque algunas de ellas no sean las más convenientes).
Como se observa con claridad en el segundo gráfico, el desempeño de la productividad laboral en Estados Unidos en la década que siguió a la crisis financiera de 2009 no fue bueno (la variación se refiere a la producción por hora para todos los sectores menos el agrícola y la fuente es la Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos). En 2020-23 los resultados fueron algo mejores, pero allí impacta la alta variación en 2020 (5,3%), que se explica mayormente por la caída del empleo asociada a la pandemia, especialmente en sectores de baja productividad. Los números para 2021 (2,1%), 2022 (-1,5%) y 2023 (1,8%) tampoco fueron demasiado alentadores, aunque las variaciones interanuales para los tres primeros trimestres de 2024 (2,8%, 2,4% y 2,0%) sugieren que la nueva velocidad promedio estaría en torno al 2% anual.
Estos últimos datos ofrecen indicios muy importantes para responder a la cuestión central de esta nota. Estados Unidos seguramente mantendrá su hegemonía si es capaz de alcanzar nuevamente el crecimiento de la productividad que tuvo durante las décadas de 1990 y 2000. Para ello, la competencia con China por la IA será determinante. La estabilidad y los números actuales de crecimiento lo ponen en un muy buen punto de partida.
Pero Trump tiene razón cuando sugiere reformas que garanticen el crecimiento a largo plazo a través de una mejora de la productividad. Las próximas semanas serán clave para dimensionar si dichas reformas van en el sentido correcto.
Fuente/Copyright: Revista Noticias - Lucas Pussetto