“El origen moral de la prosperidad es claro a lo largo de la historia. Se encuentra en una constelación de virtudes: laboriosidad, competencia, orden, honestidad, iniciativa, sobriedad, ahorro, espíritu de servicio, fidelidad a las promesas, audacia. En resumen, amor al trabajo bien hecho”. Estas palabras, pronunciadas por San Juan Pablo II el 3 de abril de 1987 ante un grupo de empresarios en su visita a Santiago de Chile, son un faro para una sociedad que necesita tener un rumbo más claro que la lleve a buen puerto.
El deseo de prosperidad es un don que recibimos los seres humanos y que debemos lograr con esfuerzo y unidad dentro de un mundo confundido. Para alcanzar ese objetivo, Dios ha suscitado verdaderos líderes que, con su capacidad de acción y comportamiento ejemplar, han guiado a otros a lugares a los que no habrían llegado solos. Uno de esos líderes es Enrique Shaw, quizá uno de los empresarios más relevantes de nuestro país en el siglo XX. Su relevancia no solo se mide por el éxito en las empresas que dirigió, sino, sobre todo, por su capacidad de vivir las virtudes que San Juan Pablo II detalló más de veinte años después del fallecimiento de Shaw, y por el impacto que sus acciones siguen teniendo en la sociedad.
Me detengo a reflexionar sobre tres de esas virtudes: la iniciativa, el espíritu de servicio y la audacia. El constante interés de Shaw por el bienestar de sus colaboradores, en especial de los obreros, lo llevó a impulsar, junto con un grupo de empresarios afines, la fundación de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE). Shaw entendía la necesidad de crear una herramienta que uniera los esfuerzos de líderes empresariales con una visión trascendente de la persona humana, consciente de que nuestro paso por esta vida terrenal tiene un destino final: la felicidad plena.
El mismo San Juan Pablo II definió a la empresa como “una comunidad de personas que, de diversas maneras, buscan satisfacer sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de toda la sociedad”, en su encíclica Centesimus Annus, especificando anteriormente el reconocimiento de los beneficios como resultado de la buena marcha de la empresa. La obligación moral que tienen los líderes de construir empresas sustentables que, además de servir a la sociedad, satisfagan las necesidades de quienes forman parte de ellas, incluidos todos los stakeholders, es un legado indiscutible que Enrique Shaw nos dejó en su corta pero intensa vida de servicio.
En la sociedad actual, el éxito suele medirse por lo que uno tiene, no por lo que uno es. Sin embargo, el verdadero éxito radica en la tranquilidad moral de saber que uno está poniendo todas sus capacidades al servicio de una sociedad que necesita referentes ejemplares. La obsesión por el reconocimiento constante, la vanidad o el interés propio pueden nublar nuestro deseo de realización. La verdadera satisfacción proviene de vivir con la conciencia tranquila, promoviendo el bien común, defendiendo la dignidad de la persona en cualquier situación, buscando la justicia social y fomentando la paz desde donde nos encontremos: en la familia, en la empresa o en cualquier lugar donde Dios nos haya puesto.
Enrique Shaw fue una persona plena, con una profunda fe en Dios, que, al confiar en Él, se fue moldeando como un hombre que inspiraba a otros con su conducta, mirada y acciones. Parafraseando a San Agustín, podemos decir que rezaba como si todo dependiera de Dios y trabajaba como si todo dependiera de él. En definitiva, fue un hombre santo. “En resumen, amor al trabajo bien hecho”, concluyó San Juan Pablo II en Chile. ¿No es acaso el amor que ponemos en lo que hacemos el motor más adecuado para servir a los demás, vivir más felices y agradecer todos los dones que hemos recibido?
Aprendamos del gran líder que fue Enrique Shaw, de su legado, de su ejemplo y, sobre todo, de su capacidad de amar, que, en definitiva, es para lo que fuimos creados los seres humanos.
Fuente/Copyright: IAE Business School