El gobierno nacional ha hecho de la austeridad fiscal el eje de su política económica. El superávit financiero del primer trimestre es el resultado de ello. Pero probablemente lo más audaz sea que en Argentina la decisión política de resolver el desequilibrio fiscal se ha tomado en un momento en el cual la deuda mundial ha alcanzado niveles inéditos, tanto en las economías avanzadas como en economías emergentes y en desarrollo.
Los números fiscales son importantes y ameritan diversos análisis. Uno de ellos es que, tal como mencionó el presidente, hay que remontarse hasta 2008 para encontrar algo similar en la economía argentina. Y si bien solamente se está tomando el dato de los tres primeros meses del año, el FMI proyecta que los resultados consolidados de todo el año también sean superavitarios. Este resultado muestra que, en materia fiscal, Argentina tendrá incluso uno de los mejores números de la región y esto constituye un quiebre notable con respecto a lo observado en los últimos años, cuando el país mostró uno de los peores desempeños fiscales en la región.
Hablar de "motosierra" equivale a anunciar que el gobierno está decidido a avanzar con un ambicioso programa de austeridad fiscal o, en otras palabras, que realizará todos los esfuerzos necesarios para conseguir una reducción considerable y rápida del déficit fiscal a través de un recorte drástico del gasto público. Los números son elocuentes: entre el primer trimestre de 2023 y el primer trimestre de este año, el gasto público aumentó un 177% (en pesos corrientes) y la inflación fue del 274%. Es fácil concluir que la caída del gasto ha sido muy pronunciada en términos reales.
La austeridad es el resultado de una decisión política cuyo fundamento radica en la irresponsabilidad fiscal de años anteriores. Pero ¿cuándo una política fiscal sigue una trayectoria responsable? En esencia, cuando se implementa de modo contracíclico: si son necesarios, los déficits deberían ocurrir durante las recesiones (y, por lo tanto, ser transitorios y responder a eventos críticos para la economía, como una caída en los precios de los commodities, una guerra o una pandemia) para luego ser corregidos y neutralizados con superávits en períodos de bonanza internacional y crecimiento. Pero, si los déficits se convierten en moneda corriente independientemente del ciclo económico, entonces el manejo de la política fiscal es irresponsable y seguramente obligue a recurrir a la austeridad en momentos de dificultad.
En general, una reducción significativa del gasto público debería generar una recesión. La razón es elemental: el gasto del gobierno es precisamente uno de los componentes del PIB, pero, además, y dependiendo de dónde ocurra el ajuste, su caída también podría afectar a otros componentes de la producción agregada en el corto y en el largo plazo. Sin embargo, la evidencia basada en experiencias de países que han aplicado políticas de austeridad sugiere que los efectos recesivos, bajo ciertas condiciones, pueden ser muy moderados o incluso nulos. ¿Por qué? Porque si bien es cierto que su objetivo principal es corregir el desequilibrio fiscal, la austeridad también busca (y puede) generar confianza en el sector privado (consumidores e inversores) y modificar positivamente sus expectativas de cara al futuro. Si el efecto sobre la confianza es lo suficientemente significativo, entonces algunos elementos del consumo y la inversión (también componentes del PIB) podrían aumentar y atenuar los efectos recesivos de la caída del gasto público. Si el efecto compensatorio es lo suficientemente fuerte, incluso podría ocurrir que no hubiera recesión (es difícil, pero no imposible).
¿Podría ocurrir que la austeridad fiscal que está implementando el gobierno argentino ocasione, en el mejor de los casos, sólo una leve reducción del PIB? Es difícil saberlo en este momento. Pero, en todo caso, no convendría albergar falsas expectativas sobre este punto en el caso argentino. Para este año, el FMI proyecta una caída del PIB cercana al 3% y una fuerte recuperación el año próximo (5%). Los datos oficiales registraron una caída interanual del 3,6% en la actividad del primer bimestre de este año y estimaciones privadas sugieren una disminución cercana al 7% para el primer trimestre. La industria mostraría una caída similar y la construcción experimenta un verdadero derrumbe, similar al de las importaciones. Por otra parte, la evidencia sugiere que el costo sobre la actividad económica es leve sólo para recortes del gasto público que implican una disminución del déficit fiscal primario no mayor a 1% del PIB. Si las proyecciones se cumplen, para fin de año, Argentina habrá convertido el déficit primario de 2023 (1,8% del PIB) en un superávit (2,2% del PIB). La mejora, en términos absolutos, equivale a cuatro puntos del PIB. El gobierno de Macri logró algo similar, pero para ello necesitó cuatro años (el déficit primario cayó de 4,8% del PIB en 2016 a 0,4% en 2019).
¿Existe algún momento ideal para que un gobierno abrace las ideas de la austeridad? Sí, cuando la economía crece porque, en ese caso, la austeridad podría desacelerar el crecimiento (por ejemplo, del 4% al 2%), en lugar de producir directamente una recesión. Pero el crecimiento necesario para actuar de ese modo nunca llegó en los últimos 13 años. De hecho, entre 2011 y 2023 el PIB argentino fue prácticamente el mismo y esto implica que si la austeridad reduce (más aún) el crecimiento, es imposible que la recesión no sea profunda. En términos de crecimiento, ciertamente es un momento muy difícil para ser austeros, pero los costos de los desequilibrios aumentan cuanto más de demora el ajuste. En otras palabras, Argentina no podía esperar más. Se podrá debatir la magnitud, la rapidez y la orientación de la reducción del gasto público, pero difícilmente pueda argumentarse que la situación de los últimos años era sostenible.