Los códigos de ética no hacen por sí mismo más íntegros a los ejecutivos. Tal vez, su mayor carencia sea la falta de referencia a una convicción íntima, que defina la identidad íntima de las personas y, por tanto, de la empresa. Los códigos enmarcados y colgados de una pared no suelen ser una guía de las personas que trabajan frente a ellos. Son, la mayoría de las veces, un compendio de ideas –muchas de ellas, aunque en sí mismas valiosas, no dejan de ser modas- que no expresan la cultura y el ethos de la organización. Un código de conducta aislado de una idea de bien personal (de las personas que conforman la compañía) es cuanto mucho una restricción al modo de hacer los negocios, pero así considerado representa una realidad exterior a la persona, que no moviliza ni se convierte en un bien que pueda ser deseable.
Los códigos de ética definen los comportamientos morales esperados dentro de una compañía. A veces tienen un carácter netamente normativo que dificulta la percepción hay detrás de esos deberes y prohibiciones. En otras ocasiones, la distancia entre sus principios y lo que se percibe en la realidad hace que sean vistos con recelo y hasta con cinismo y descreimiento. No faltan extensos manuales de principios de actuación que contienen prescripciones rígidas de difícil cumplimiento, alejadas la mayoría de las veces de la práctica empresarial. Cuando se presentan estos inconvenientes, los códigos de ética pierden valor y efectividad dentro de la organización. Pero si están bien concebidos, implementados y controlados, pueden ser un eficaz instrumento para lograr una mayor cohesión dentro de la empresa, un compromiso más cercano con los objetivos de la misma y, en consecuencia, un incremento en el sentido de pertenencia. En última instancia, los valores morales contenidos en un código, para que de verdad este sea efectivo, han de ser asumidos por las personas como algo propio y en la medida en que esto suceda, se transformarán en hábitos, es decir, conformarán un verdadero modo de ser virtuoso y contribuirán a la integridad de la persona.
Consideramos que la enseñanza de la integridad está más ligada a educar, dirigir y encaminar y no solamente a comunicar y alinear. Para educar es necesario conocer previamente el objetivo final, saber a dónde se pretende llegar. La educación es positiva, ayuda a dirigirse a lo que se supone que es el bien, posibilita encaminar a la persona hacia su desarrollo armónico. La educación integral no solo aporta conocimientos, sino que es capaz de generar aptitudes y actitudes en la persona. La integridad es la condición para desarrollar cualquier tipo de trabajo desde un conjunto coherente y estable de valores, que, fundados en la verdad sobre el hombre, son la garantía de una identidad confiable. Además, una persona, a través del compromiso hacia la identidad que intenta forjar, no se expone a todo lo que podría perjudicar o dañar sus consistencia física, afectiva y psicológica. Tanto en las escuelas de negocios como en las empresas, una de las tareas más importantes de quien ejerce el liderazgo es la de ayudar a formar esa identidad confiable, íntegra, tanto personal como corporativa.
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La enseñanza de la integridad puede estar en oposición a las ideas vigentes, sobre todo enfrentada al subjetivismo y al relativismo propios de la mentalidad presente. […] Además, como muestra la experiencia, la integridad no se consigue por la imposición o la declamación de un código de ética. Es necesaria una reflexión comprometida acerca de la naturaleza humana y sobre lo que constituye el bien para el hombre. Este es el mayor desafío para las personas, las empresas y las escuelas de negocios.
Extracto de Paladino, M.; Debeljuh, P. y Delbosco, P. (2019). ¿Es posible enseñar integridad? En Integridad. Un liderazgo diferente (pp. 261-276). LIDeditorial. |