El 8 de enero, a un Boeing 737 Max 9 de Alaskan Airlines se le rompió el fuselaje en pleno vuelo. Esto generó una emergencia que, de no haber sido manejada con gran pericia por la tripulación, con la ayuda de la torre de control, podría haber terminado en una tragedia.
No han pasado ni cinco años desde la última caída de un B737 Max, que sucedió en Etiopía en marzo de 2019. A fines de 2018, se desplomó otro en Indonesia.
Los entretelones de estos dos accidentes, que generaron un saldo de 346 muertos, fueron narrados en el documental de Netflix "Downfall: The Case Against Boeing" y dejan aprendizajes para la gestión de riesgos en todas las empresas.
Tras las caídas en Etiopía e Indonesia, la reacción de Boeing fue que los aviones eran totalmente seguros e intentó culpar a los pilotos. En una decisión inédita y ante la inacción de la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos (FAA, por su sigla en inglés), la agencia reguladora, el presidente Donald Trump prohibió el uso de los Boeing 737 Max hasta que se aclararan las causas de los accidentes, que sucedió en noviembre de 2020.
Desde 1997, la gestión de los riesgos de Boeing venía experimentando un fuerte deterioro a raíz del dramático cambio cultural asociado a su fusión con McDonnell Douglas. La primera, una empresa conservadora, con una obsesión por la calidad y la seguridad, fue absorbida por McDonnell Douglas, centrada en la rentabilidad del accionista y el beneficio de corto plazo. La nueva compañía quedó a cargo de Harry Stonecipher, CEO de McDonnell Douglas, y el choque cultural se hizo evidente de inmediato.
En 2003, por primera vez, la europea Airbus superó a Boeing en participación de mercado global y en 2010 lanzó su exitoso Airbus 320 Max. La reacción de la gerencia de Boeing fue entrar en un trágico espiral de malas decisiones. En su apuro por salir con un nuevo producto al mercado, lanzó el Boeing 737 Max, esencialmente el fuselaje del viejo B737, creado en 1967, con turbinas nuevas y mayor eficiencia de combustible.
Si bien funcionaba de manera digna, el Boeing 737 Max tenía un problema potencialmente grave: podía caerse de cola, lo que haría que entrara en pérdida y perdiera el control. Para solucionarlo, decidieron confiar en un sensor (originalmente eran dos, pero finalmente decantaron en uno solo), que, cuando detectaba ese problema, corregía automáticamente accionando los flaps de cola y estabilizando el avión. Este sistema se llamaba Sistema de Aumento de Características de Maniobra (MCAS, por su sigla en inglés).
Al momento de lanzar el avión al mercado, los directivos de Boeing decidieron ocultar toda referencia al MCAS en los manuales para las líneas aéreas y en la documentación para la FAA. Admitirlo hubiera retrasado el lanzamiento y encarecido su uso por las líneas aéreas, que hubieran necesitado capacitar a los pilotos.
El costo oculto de esta decisión, que aceleraba el flujo de fondos del proyecto, era que, en caso de fallar el sensor, el MCAS se accionaría y mandaría el avión en picada, cosa que ocurrió con los dos vuelos accidentados en 2018 y 2019. Con el entrenamiento adecuado, los pilotos tenían diez segundos para desconectar el sistema de asistencia antes de que el avión se volviera ingobernable.
Pero se omitió la capacitación. Tras el escándalo generado por los accidentes, se hicieron los ajustes necesarios y los aviones volvieron a volar a fines de 2020.
Ante el caso de Alaskan Airlines, el nuevo CEO de Boeing, Dave Calhoun, reaccionó mejor que su antecesor: pidió disculpas y asumió la responsabilidad por el accidente.
Pero el cambio cultural asociado a una adecuada política de gestión de riesgos de la empresa todavía no ocurre: parecería que los stakeholders "pasajeros", "tripulación" y "sociedad" aún no son suficientemente considerados por quienes toman las decisiones en Boeing. Parece que los riesgos todavía no se identifican, miden ni mitigan y que todavía hay mucho espacio para mejorar la gestión de riesgo.