Martín Calveira *
Durante las últimas semanas vimos una reversión al debate sobre dolarización, tema que ya se había discutido con anterioridad, hacia fines de la década de 1990, quizás con mayor rigor técnico, pero con menor exposición en la sociedad.
La dolarización es un caso extremo de arreglo monetario, en general, consecuente de un proceso inflacionario persistente e intenso que, a su vez, se deriva de desequilibrios de larga trayectoria. Así, se reemplaza la moneda nacional por otra, en este caso el dólar estadounidense, a los efectos de que funcione también como medio de pago y unidad de cuenta en toda la economía, pues previamente y en la mayoría de los casos, el orden espontáneo del mercado había posibilitado la utilización de esta moneda como reserva de valor, lógicamente los incentivos fueron el deterioro de la moneda nacional debido al régimen de inflación e incertidumbre derivada.
Algunos economistas que brindan argumentos aislados y no tan claros, refrendados en la idea de que todo lo que no funcione se debe suprimir. Imaginemos la idea de que en una calle no funcione una luminaria, entonces deberíamos suprimir las luminarias de todo el barrio. Esto trasladado al argumento sobre el cierre del Banco Central. Contrariamente, economistas con mayor consistencia postulan como una de las opciones para solucionar la problemática económica argentina enfocan el tema esencialmente sobre el plano monetario y, naturalmente, sobre la inflación. Es en este aspecto es donde comienzan a surgir algunos interrogantes que, si bien son planteados en algunos casos, en otros se exponen de forma marginal.
Uno de esos aspectos que debemos notar es si con esta dinámica económica y nivel de stocks (deuda externa total, déficit fiscal, reservas internacionales, entre otros) sería posible implementar una reforma monetaria extrema. Con las condiciones iniciales actuales la potencial solución de dolarizar no sería sustentable. Imaginemos si habiendo optado por dolarizar, la economía no podría persistir en la dinámica de deuda actual, el sector público debería ajustarse notoriamente y las exportaciones deberían diversificarse parta crecer en cantidad y calidad. Efectivamente, de poder lograr esas correcciones, por cierto deseadas desde mitad del siglo pasado, serían al menos desde un programa macroeconómico de largo plazo con reformas estructurales que tenga mayor alcance que solo el sector monetario.
Simultáneamente, nos deberíamos preguntar si a este nivel de productividad, implementando una moneda de una economía desarrollada, podríamos sustentar el crecimiento de exportaciones y lograr superávit comercial y de Cuenta Corriente del Balance de Pagos. Naturalmente, los argumentos de la segunda mitad de la década de 1990 sobre algunas causas del deterioro de la Convertibilidad, nos debería circunscribirnos a la posibilidad de la pérdida de competitividad y deterioro del sector externo. Argumento no menor en una economía aún más globalizada que en el final del siglo XX y teniendo en cuenta que posiblemente este aspecto conviviría con la dificultad estructural de modificar el sesgo cortoplacista de la política fiscal. Lo vimos en la década de 1990 cuando en lugar de corregir el déficit fiscal, el sector público optó por financiarlo el endeudamiento externo.
En el actual nivel de interconexión financiera mundial las crisis, aun siendo temporales, irrumpen con mayor frecuencia. Dolarizar implica el abandono de la política monetaria lo cual plantea la anulación del instrumento natural ante crisis financieras o, simplemente, ante eventos de frenazos súbitos de los flujos financieros los cuales no necesariamente se originen en la economía local. Imaginemos una corrección cambiaria y de las condiciones financieras en un país socio comercial, los efectos de transmisión potenciales que tendrían en la economía local con este nivel de productividad y desarrollo, pueden ser de magnitud. Un evento similar podría darse a lo ocurrido en el año 1999 luego de la depreciación de la moneda de Brasil.
Otro de los aspectos fundamentales es que en cualquiera de los escenarios elegidos, el nivel de desacuerdo, falta de cohesión y descoordinación del sector político, donde los incentivos parecen esencialmente individuales, es una restricción determinante, una cuasi imposibilidad. El poder de gestión política debe generarse no en la unilateralidad de los votos, sino en los acuerdos de todo el espectro político. Esto es quizás lo que nos diferencia de los países vecinos, al observar el desempeño económico relativo. En efecto, sin acuerdos seguiremos en la misma dinámica.
Por lo tanto, si bien la demanda de estabilidad en la sociedad se intensifica, las alternativas de solución deberían situarse primeramente en programas de corrección que generen condiciones de sustentabilidad. Asimismo, las condiciones para una dolarización efectiva se deben dar pari passu la implementación de esa moneda, es decir, se deben implementar las correcciones. A su vez, es determinante afirmar que sin un programa de estabilización y de productividad inclusiva (impulso a la productividad con inclusión social), cualquier arreglo monetario que se intente gestionar no dispondría de condiciones de sustentabilidad necesarias. Aquí no debería omitirse la necesidad de un curso de desarrollo económico que suelte amarras al cortoplacismo y populismo económico, sobre el cual no se discute seriamente desde principios de la segunda mitad del siglo pasado.
*Economista investigador del IAE Business School, Universidad Austral.