A medida que pasan los meses y aumentan las propuestas para sacar a la economía de un estancamiento que lleva más de una década, aparece crecientemente el debate sobre la conveniencia de dolarizar la economía argentina. Por tanto, vale la pena analizar qué estamos realmente discutiendo. Pero antes de meternos en el debate, repasemos algunos datos de la historia del país.
Sobre un total de 144 países, la Argentina se ubica en el octavo puesto en inflación anual promedio tomando como punto de partida el año 1980: con un valor superior al 200%, sólo fue superada por Venezuela, Congo, Nicaragua, Bolivia, Perú, Brasil y Angola. Durante el período 2000-2022 el país sube al sexto puesto (con 26% anual y detrás de Venezuela, Zimbabwe, Congo, Sudán y Angola). Finalmente, para 2010-2022 la Argentina figura en el cuarto puesto (con alrededor de 40% y detrás de Venezuela, Zimbabwe y Sudán).
Con estos datos, es imposible que el desempeño del país en materia de crecimiento sea bueno. De hecho, entre 1980 y 2019, del grupo de países que conforman América Latina y Caribe, sólo Barbados, Haití y Surinam fueron más volátiles que la Argentina en lo que se refiere a las variaciones del Producto Interno Bruto (PIB). Por otro lado, de los 43 años que van de 1980 a 2022, sólo hubo 2 años de recesión en Colombia, 5 en Chile, 9 en México y 18 en la Argentina. Esto implica que Colombia tiene una recesión cada 22 años, Chile una cada 9 años, México una cada 5 años y la Argentina una cada 2 años. Y entre 2000 y 2021 sólo México y Venezuela crecieron menos, en promedio, que la Argentina (dejando en este caso de lado a Centroamérica y Caribe).
Estos datos gritan la incapacidad de nuestro país para cuidar su moneda y el efecto devastador que esto ha tenido sobre la volatilidad y el crecimiento promedio. En el fondo del problema está la falta de independencia del Banco Central. La evidencia empírica es concluyente incluso en América Latina: a mayor independencia del banco central, menor inflación y mayor crecimiento. Pero como país nunca hemos logrado tener un banco central independiente de modo sostenido porque las demandas de gasto estatal de corto plazo y su consecuente déficit, asociadas al ciclo económico y al calendario electoral, se terminan imponiendo sobre la necesidad de generar estabilidad y crecimiento.
Un banco central es independiente cuando tiene libertad para decidir cómo va a perseguir sus objetivos y cuando sus decisiones son muy difíciles de revocar por cualquier otra instancia política. Ahora bien: en una democracia es razonable que los objetivos del banco central sean definidos por los gobiernos o los parlamentos. Entonces es posible encontrar que para algunos bancos centrales el mandato recibido es “salvaguardar la moneda” mientras que para otros es conseguir tanto el “máximo empleo” como unos “precios estables”. Planteados de este modo, los objetivos son lo suficientemente imprecisos como para requerir un grado importante de interpretación por parte del Banco Central, y por ello en algunos casos el objetivo toma forma muy precisa, por ejemplo, determinando una meta de inflación. Finalmente, las razones por las cuales la independencia del banco central es deseable no se basan solamente en la evidencia mencionada anteriormente. Una de ellas es que la política monetaria requiere un horizonte temporal amplio porque sus efectos sólo se dejan sentir en la economía con largos retardos. Una segunda causa, quizás más importante, es que un banco central independiente goza de más credibilidad, y esto es esencial para el éxito de la política monetaria.
Ante décadas de deficiencias en lo más elemental del funcionamiento de una economía moderna, surge fuertemente la tentación de quemar las naves ante la pérdida de confianza generalizada en la capacidad de las instituciones argentinas. Al mejor estilo de Alejandro Magno en Fenicia o Hernán Cortés en México, se propone reducir al mínimo el rol del Banco Central volviendo a un esquema de tipo de cambio fijo o dolarizando la economía, dejándolo sin instrumentos de política monetaria y cambiaria.
¿Cuál es el riesgo de esta “solución”? Al perder el control de la moneda, la competitividad queda atada a la evolución de la productividad y los términos de intercambio de otros países (por ejemplo, Estados Unidos). En la Argentina, las ventas al exterior de bienes primarios (27%) y manufacturas de origen agropecuario (37%) representaron un 64% de las exportaciones totales en 2022, y esto vuelve muy difícil poder amortiguar un shock adverso en los precios internacionales de los commodities, una caída imprevista en la demanda mundial, o un fracaso de cosecha como el que estamos padeciendo en estos meses. Depender del dólar estadounidense implicaría estar atados al valor internacional de una moneda que responde, por el contrario, a condiciones internas (como las tasas de interés de referencia definidas por la Reserva Federal).
En un plano más general, renunciar a la moneda implica también disminuir la cantidad de instrumentos de política económica para hacer frente a múltiples objetivos (que en la Argentina incluyen, como mínimo, reactivar el crecimiento y reducir la inflación en el plano macroeconómica, y disminuir la pobreza en el plano social) en un contexto internacional de volatilidad e incertidumbres crecientes. Quemar las naves puede funcionar en el corto plazo, pero los efectos serán traumáticos en cuanto surja una recesión importante como resultado de que, por ejemplo, los precios de los commodities entre en un superciclo a la baja. En parte, un fenómeno de esas características contribuyó a explicar el fin de la convertibilidad y la crisis de 2002.
Creemos imprescindible que en los próximos años la sociedad argentina, a través del Congreso, defina un sendero de reducción de la inflación conducente a números más compatibles con la inflación internacional proyectada para este año (alrededor del 7%). Los datos de abril mostraron un incremento mensual de los precios de más del 8%, una variación interanual del 109% y una variación acumulada en los primeros cuatro meses del año del 32%, y las expectativas se mantienen cercanas al 100% para los próximos 12 meses. Para llegar a los valores internacionales es probable que se necesiten más de 4 años, pero esto puede lograrse con un esquema de metas de inflación razonable y coherente con la situación macroeconómica y social general del país en este momento.
En la actualidad la carta orgánica define cuatro finalidades (u objetivos) para el BCRA: promover la estabilidad monetaria, la estabilidad financiera, el empleo y el desarrollo económico con equidad social. Son demasiado amplias e implican demasiadas responsabilidades. Además, vuelven casi imposible cualquier intento de evaluar una gestión al frente del Banco Central. De esta manera, hemos definido tantos objetivos que el Banco Central termina no teniendo ninguno y siendo presa de las necesidades de corto plazo del gobierno de turno. Cuando le damos tantos objetivos estamos diciendo “no queremos que el Banco Central interfiera con las necesidades políticas”. Resulta casi grotesco que aunque los datos del triste comportamiento de la Argentina desde la vuelta de la democracia nos gritan sobre la necesidad de dar independencia al Banco Central la dirigencia política se resiste en una carrera por subsistir en el corto plazo.
Garantizar la estabilidad monetaria y la estabilidad financiera, y contribuir a la creación de empleo, son probablemente las mayores contribuciones que el Banco Central pueda hacer al desarrollo con equidad. Preservar la independencia para cumplir estos objetivos sería una solución muy superior que la de quemar las naves dolarizando la economía. La discusión a tener es porqué gran parte de nuestros políticos se resisten a la independencia del Central.
La moneda de un país es una institución en sí misma que merece ser preservada mediante un banco central independiente que se rija por un esquema de metas razonable y factible. Y la política monetaria es demasiado importante en tiempos volátiles y cargados de incertidumbre como para renunciar a ella. Focalizarnos en estos temas generará una ganancia económica y social muy superior a la que hipotéticamente obtendremos apelando a soluciones mágicas. La dirigencia política debería tomar esto muy en serio. De ese modo, paradójicamente, sus vicisitudes electorales serían menos dramáticas.
Vassolo, economista y profesor titular del Área Académica Política de Empresa; Pussetto, economista y profesor part-time, IAE Business School, Universidad Austral