La ley de Responsabilidad Penal de Personas Jurídicas cumple cinco años y lo festeja de un modo inequívoco: con cero condenas. Pero la norma destinada a alentar la transparencia empresarial, combatir la corrupción y romper el pacto mafioso de silencio entre coimero y coimeado sí acumula críticas y llamados a replantearla, según coinciden los expertos. Eso, claro, si se quisiera obtener resultados.
Lo más cerca que llegó la ley a un resultado concreto desde su sanción en noviembre de 2017 se dirime en la justicia federal de San Isidro, donde el fiscal Fernando Domínguez avanza con una multinacional que detectó actos de corrupción en su filial local, se presentó en tribunales y aportó información. “Llevamos largo tiempo de discusiones y hemos llegado ya a la etapa de homologación judicial”, indicó el fiscal en una conferencia reciente, aunque evitó dar precisiones a LA NACION. “Por el momento no se puede decir nada sobre el caso”, zanjó.
No hay más que ese caso, todavía en desarrollo, en cinco años. Eso evidencia las falencias que exudan la ley y su aplicación, afirman los expertos, aunque algunos son más duros que otros. “La norma también vino a incentivar el área de compliance, y eso sí lo logró”, destaca Carolina Soragni, especialista en prevención de riesgos por corrupción y otros delitos, y promoción de ética y transparencia corporativa. Y eso, agregó, “ha resultado un gran avance para promover la prevención de riesgos dentro de las empresas”.
Soragni remarca, sin embargo, que “la pregunta clave” es cómo modificar los incentivos que ofrece la ley actual para que las empresas denuncien actos de corrupción en un contexto de altísima impunidad. “Si tapando y escondiendo lo ocurrido tienen más oportunidades de ‘salvarse’ que denunciándolo, ¿por qué van las empresas a denunciar un malhacer?”, desafió.
Esa es una realidad en los tribunales locales. En 2020, una auditoría del Consejo de la Magistratura arrojó que menos del 1% de los investigados por corrupción termina condenado, mientras que los procesos se alargan durante años y más años.
Para Gustavo Morales Oliver, director del Programa Avanzado en Compliance, Anticorrupción e Investigaciones de la Universidad Di Tella, “la ley local está pensada de manera distinta a las que rigen en países como Estados Unidos, Brasil o Reino Unido, donde la empresa sabe en general a qué atenerse desde el punto de partida, acepta o rechaza el acuerdo que se le ofrece y, si lo acepta, cierra la investigación en su contra. Tendrá que pagar una multa y someterse a una auditoría, entre otras opciones, pero cierra el tema. En la Argentina, por el contrario, impera la incertidumbre ya que desde el momento en que se homologa un acuerdo entre la empresa y la Justicia, el juez o el fiscal tienen un año para evaluar si la información que aportó la firma es útil para identificar a los responsables, por lo que el tema sigue abierto. Y si se concluye que la evidencia no fue útil, el acuerdo se cae y la investigación se reinicia. A eso se suma que la base de la multa que establece la ley es el ‘beneficio indebido’ que la empresa obtuvo o podría haber obtenido, concepto indefinido y de cálculo incierto. Eso impide tener claridad sobre cuál es la pena que enfrenta la empresa y compararla con el escenario de un acuerdo anticipado que permita resolver el caso sin que el proceso dure décadas”.
La ley, vale recordar, lo impulsó la Oficina Anticorrupción durante el gobierno de Cambiemos. Era un casillero a tildar en el listado de asuntos pendientes para que la Argentina ingresara a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Por eso se sancionó. Es decir, algo parecido a lo que ocurrió con la primera ley antilavado, la 25.246, que se aprobó en 2000 con el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) como zanahoria... Diez años después, el país registraba cero condenas por lavado y debieron reformar la ley.
“Y sí, acaso sea necesario modificar la ley”, estima el director del Centro de Gobernabilidad y Transparencia del IAE Business School de la Universidad Austral, Raúl Saccani. “Falta precisar, por ejemplo, cómo se calcula el ‘beneficio indebido’ de la empresa por corrupción o cómo darle mayores certezas a las empresas sobre cómo transcurrirá el proceso penal en sí, empezando por cómo introducir las evidencias en un proceso penal o cómo los fiscales evaluarán la adecuación de los programas de integridad”.
Tanto Soragni como Saccani coinciden, sin embargo, en que cinco años es todavía poco tiempo para evaluar el impacto definitivo de esta norma. “Las leyes tardan en aplicarse y más aún cuando se trata de delitos de corrupción”, recuerda ella, en tanto que él, que también es socio líder de Delitos Financieros de Deloitte Sanish Latin America, la ley 27.401 es “un paso en la dirección correcta”, aunque resta mucho para que la norma tenga impacto real. En parte, por las particularidades locales. “Aunque la Convención de la OCDE requiere legislar un tipo penal que reprima el soborno transnacional, Argentina decidió también incluir el soborno doméstico, brindando incentivos para que las empresas colaboren con la Justicia aportando información sobre los hechos que investigaron. Ahora bien, esto podría funcionar en la medida en que no exista un conflicto de intereses entre los accionistas y quienes conducen la empresa, tan común en las PyMEs argentinas y de la región. Una multinacional puede decidir desde su casa matriz que se autodenunciará ante la Justicia argentina, incluso aunque suponga un riesgo penal para sus ejecutivos locales. Pero la dinámica de la empresa familiar local es muy distinta en la medida en que los propios dueños pueden ser quienes tomaron las decisiones”.
El saldo local es preocupante. Antes y después de la sanción de la ley 27.401 no se registran condenas, aun cuando más de una decena de multinacionales admitieron en Estados Unidos que pagaron sobornos en la Argentina durante las últimas dos décadas. Esas firmas pagaron multas y se sometieron a auditorías especiales en el país del Norte por esos sobornos, pero ninguna fue penalizada en la Argentina.