Alberto Fernández podría pensar: “Con estos amigos, ¿para qué necesito enemigos?”. En un marco de enorme debilidad política, volatilidad económica y restricción financiera, la sociedad marcó un límite. Nadie quiere más pesos. Seguir emitiendo es, por tanto, tirarse un tiro en el pie. La sociedad dio un giro hacia la ortodoxia y le indica al gobierno, a través de sus decisiones individuales, que ya no quiere financiar más déficit. Ni deuda, ni más impuestos, ni emisión: llegó la hora más temida por la clase política, que es la de tener que decir que no. No se puede seguir financiando todo, todo el tiempo. Hay que bajar el gasto. El precio del dólar blue es una alarma suficiente de este desencanto.
En ese contexto, los socios de la alianza gobernante parecen vivir en una realidad paralela. Los movimientos sociales exigen (a través de proclamas temerarias) que se decrete un salario básico universal que se financiaría con mayor emisión y, por tanto, inflación y depreciación de la moneda. Los sindicatos condicionan su apoyo a que el estado se ocupe de cubrir las necesidades de salud de las personas con discapacidad que están afiliadas a sus obras sociales, sin reducir los aportes de los trabajadores. Los gobernadores, que ni siquiera fueron a la foto con la flamante ministra de Economía, reclaman que no se reduzca el caudal de fondos para obras en sus territorios. Mientras tanto, el kirchnerismo y el massismo le hacen guiños a todos los que siguen pidiendo “ampliaciones de derechos” y fondos.
Con amigos así…
En este clima y de manera innegablemente contradictoria, el oficialismo le reclama a la oposición “un acuerdo amplio” y consensos, cuando no se ponen de acuerdo ni siquiera entre ellos sobre el abordaje del problema que tienen que administrar. Desde la vereda de enfrente, sin embargo, nadie quiere quedar cerca de un gobierno que se hunde o que es incapaz de gestionar la crisis. La oposición no quiere acordar nada porque teme que la responsabilicen por las medidas que se avecinan.
Seguir emitiendo es tirarse un tiro en el pie. La sociedad dio un giro hacia la ortodoxia y le indica al gobierno, a través de sus decisiones individuales, que ya no quiere financiar más déficit
El punto es que, antes o después, las medidas son inevitables. Alguien, no importa quién, las va a tener que tomar. Ya no se trata del qué (las medidas) ni del cuándo (son cada vez más urgentes), sino del cómo. Hay, al menos, dos opciones: o las toma una coalición de manera aislada o se genera un consenso entre la clase política.
Si las toma un solo grupo (ya sea el actual oficialismo o el próximo gobierno), esas medidas no tienen garantía de duración. Durarán el mínimo tiempo necesario. Los cambios se pueden imponer pero duran lo mismo que la capacidad de imposición. Supongamos que el próximo gobierno toma toda una serie de medidas que estabilizan la economía, incluso generando mucho dolor. ¿Cuánto dura eso? El tiempo que dure su mandato. Si gana otro espacio político, probablemente cambie muchas de las medidas (e incluso haga campaña diciendo que va a relajar las medidas). Esto es lo que viene sucediendo de manera cíclica en el país, que no hace más que pendular entre visiones extremas y contradictorias de la vida pública.
Por eso, hacen falta consensos. Si las medidas son consecuencia de un consenso, en cambio, no importa si gobierna uno u otro partido o coalición, porque se garantiza una continuidad en una orientación. ¿Acaso alguien piensa que el problema de la inflación se resuelve en 4 años? ¿En 8? Hace falta continuidad de políticas públicas. Eso genera, con un poco de suerte, confianza y, por tanto, inversiones y empleo. No hay mesías salvadores: hay acuerdos que construyen las bases de un país en común. Ceder, duele.
¿Acaso alguien piensa que el problema de la inflación se resuelve en 4 años? ¿En 8? Hace falta continuidad de políticas públicas
Pero desde los dos lados siguen creyendo que la grieta es moral y que los buenos son siempre los propios. Nuestra dirigencia no está a la altura de los graves desafíos que tenemos por delante. Nadie quiere ceder. Nadie quiere negociar. Nadie quiere, entonces, que resolvamos los problemas que tenemos.
Si seguimos haciendo lo mismo que hicimos siempre, vamos a repetir los mismos resultados. Qué ingenuo es pensar que algo puede ser diferente si aplicamos las mismas recetas: imponer la propia verdad y postergar la construcción de acuerdos.