Por Juan J. Llach
Desde hace demasiado tiempo se han ido sumando problemas críticos de la economía argentina, con crecientes impactos negativos en la sociedad y en la política. Urge una acción certera para evitar sufrimientos mayores a millones de argentinos. Si la dirigencia política no reacciona, más y más personas se preguntarán para qué sirven la política y la misma democracia, como se vio en más abstenciones y votos antisistema en las elecciones recientes. Los tres problemas centrales son el estancamiento desde 2011 y caídas en el nivel de vida desde el vigésimo rango mundial en 1960 hasta el sexagésimo hoy; la inflación, iniciada en 1945, con solo 11 años de aumentos de precios de un dígito y, por último, el crucial aumento casi incesante de la pobreza, crecientes dificultades para conseguir empleo y mayor desigualdad.
Otros problemas se han hecho crónicos, realimentando a los nombrados, como el bimonetarismo, el déficit fiscal, el desmesurado gasto público, la excesiva presión tributaria, la muy alta evasión fiscal y, en fin, precios distorsionados, en especial el tipo de cambio y las tarifas públicas. Consecuencia de tantas desmesuras es un altísimo riesgo país, implicando que la Argentina debe pagar cerca de 20% anual (sic) para contraer o refinanciar deudas en moneda dura, cuatro veces y media el promedio de América Latina, y llevando a la insolvencia. Por ello conviene al país acordar con el FMI, no solo por ser el principal acreedor, sino porque reduciría sustancialmente el riesgo país. Es muy difícil encontrar cuadros semejantes al nuestro, salvo en países como Venezuela y pocos más con similares rasgos dictatoriales y crisis institucionales.
El primer compromiso que debe acordar la dirigencia es elegir un rumbo que, llamando a las cosas por su nombre, debe ser una economía mixta con un capitalismo inclusivo, viable en la Argentina de hoy y alejado del inviable capitalismo laissez faire. Un rumbo claro, además de ser necesario para crecer aumentando la inversión en capital humano y físico, también ayudaría a la estabilidad de precios y a un menor déficit fiscal. Surge la pregunta: ¿pero no fue eso lo que intentó Cambiemos en el 2015-16, y fracasó? Así es, y cuando el presidente Macri fue invitado al Davos de 2016 volvió con promesas de inversiones por miles de millones de dólares, pero muy pocas se concretaron, básicamente porque, al hacer las cuentas, los potenciales inversores vieron que la carga impositiva los sacaba de competencia.
Un camino superador sería licitar, con total transparencia, rebajas de impuestos a otorgar a quienes menos las pidieran por peso adicional de inversión. En el mismo sentido, la Argentina debe acelerar el acuerdo Mercosur-Unión Europea y buscar cabida –mejor con el Mercosur que sin él– en los acuerdos que se están gestando o afianzando en el Pacífico, sin dudas el área global más dinámica hoy y en el horizonte cercano. Con estas dos políticas, y esto es clave, la Argentina tendría muchas chances de resolver sus problemas crónicos, porque con crecimiento y con el riesgo país en baja es más factible doblegar la inflación reduciendo el déficit fiscal. Vale repasar, al respecto, la presidencia de Frondizi.
Un rumbo claro también dispararía un uso más intensivo de los muchos recursos y sectores dinámicos de la Argentina, pudiendo ser la base de un crecimiento rápido, quizás como nunca en este siglo. No solo los recursos naturales, sino las nuevas tecnologías –que no se agotan en los unicornios–, variadas industrias manufactureras y gran diversidad de servicios. En el archivo de nuestro proyecto Productividad Inclusiva (PI) tenemos unos 300 casos de empresas de sectores y tamaños muy variados, con gran potencial de crecimiento.
El camino para la productividad o el capitalismo inclusivo es aumentar la calidad y la cantidad de la inversión en capital humano y en capital físico, para así crear todos los empleos necesarios en pos de erradicar la pobreza y reducir la desigualdad.
Si, en cambio, se omiten políticas sensatas para preservar ideologías, los que pagarán la cuenta son los más pobres y otros que suelen perder casi siempre.
Vivimos en un mundo con hondas grietas, pero, comparando con el pasado, son pocos los países que han optado por caminos violentos, como ocurrió en Europa en el “corto siglo XX” (Hobsbawm, 1914-1991), en Asia entre las dos grandes guerras, en África en varias décadas después de las independencias nacionales y en América Latina desde la crisis de 1930 (gobiernos militares) y, más aún, desde la revolución cubana, con guerrillas y sus represiones en la larga década del 70. También hubo países que, por conflictos internos muy serios, demoraron su reencuentro con la democracia y la economía mixta y necesitaron de acuerdos especiales para lograrlo. Tales los casos de España en los 70, Israel en los 80, Chile en los 90 y Sudáfrica –el más complejo– en los 2000.
Algunos ejemplos muestran que los argentinos también podemos acordar. Uno es el que culminó en la aprobación de la Constitución de 1994, en la que participaron 19 partidos, pero basado centralmente en un acuerdo entre el PJ y la UCR. No fue tan afortunado el Diálogo Argentino de 2002, pese a escucharse a miles de personas, y ser muy buenas sus conclusiones, que se publicaron y el presidente Duhalde dijo que serían su programa de gobierno. Tales promesas no se cumplieron y, extrañamente, las conclusiones fueron bajadas de internet (pero todavía en mi poder). Gran pena porque, de haberse cumplido, la Argentina estaría hoy mucho mejor, con más crecimiento, menos pobreza y desigualdad y, quizás también, con grietas menos profundas.
Lograr un acuerdo sustancial y eficaz, como en los países citados, depende crucialmente de la política, pero ¿cuán factible es en la Argentina después de las elecciones del 14 de noviembre? Los acuerdos no han sido protagonistas electorales. Sí circulan en el Gobierno borradores insuficientes y, quizás como parte de la campaña electoral, que no sonó convencida, se dijo que se llamaría a acordar. Baste recordar que, desde hace dos años, funciona el Consejo Económico y Social, con resultados poco conocidos, hasta ahora. El Gobierno es, de hecho, una coalición en la que no todos piensan lo mismo y predominan ideas arcaicas. La oposición, por su parte, no quiere aparecer ayudando a un gobierno recién derrotado y con chances de repetir en 2023.
Si el kirchnerismo no se aviene a transformarse en una fuerza de izquierda institucional, no hay que descartar que el Frente de Todos se divida, como ya se ha insinuado, en peronismo histórico y “el resto”, debilitando el acuerdo, pero aumentando las probabilidades de lograrlo. Cuanto más amplio y sólido sea el acuerdo, mayores serán las chances de sacar a la Argentina y a su gente, en especial a los más pobres, del atolladero actual. Mucho ayudaría a crear un clima de cambio profundo, derogar los privilegios legislados –caso de muchas jubilaciones– y, muy importante, declarar seriamente el combate contra el narcotráfico, antes de que sea tarde y cobre la fuerza que tiene en varios países de nuestra región a los que nos estamos acercando.
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