El dato publicado por el INDEC respecto a los indicadores de pobreza e indigencia presenta un panorama desfavorable sobre las condiciones de vida de la sociedad argentina en general. Una primera aproximación es se trata de una consecuencia de la gran contracción económica del año pasado tras el shock de la pandemia y, casi en el mismo nivel de causalidad, la gestión sanitaria del Gobierno nacional que derivó primeramente en un exceso de confinamiento y luego en una administración tardía de las vacunas.
De acuerdo a la publicación del INDEC, el porcentaje de hogares por debajo de la línea de pobreza alcanzó el 31,2% en los cuales reside el 40,6% de las personas. Dentro de este conjunto se distingue un 8,2% de hogares por debajo de la línea de indigencia, que incluyen al 10,7% de las personas.
Esto implica que, para el universo de los 31 aglomerados urbanos relevados en la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), por debajo de la línea de pobreza se encuentran 2.895.699 hogares, que incluyen a 11.726.794 personas; y, dentro de ese conjunto, 756.499 hogares se encuentran por debajo de la línea de indigencia, lo que representa 3.087.427 personas indigentes.
Lo primero que observamos es que este nivel de pobreza alienta al populismo de redistribución y a la formación de planes sociales y la cultura del no trabajo. Por otro lado, no hubo cambios importantes frente al segundo semestre. Con un programa IFE adicional quizás hubiera mejorado el indicador, por mayor atención monetaria a la población informal de los conurbanos.
Sin embargo, está siempre presente cierto nivel de opacidad, vinculado con la posibilidad de que los agentes no revelan los ingresos, el clásico punto de la subdeclaración de ingresos que supo destacar el economista académico Angus Deaton, premio Nobel, durante su discurso magistral al recibir la condecoración.
Adicionalmente, hay que notar que la pobreza no es sólo material, ni tampoco sólo ingresos, sino proyectos, estímulos, entre otros aspectos. Es un tema clave: si no baja este indicador la empleabilidad de los jóvenes será muy difícil en la sociedad del conocimiento, asociada a la denominada Revolución 4.0.
El deterioro social, observado desde el nivel de pobreza e indigencia, se intensifica en determinadas franjas etarias. Principalmente, los grupos de edad entre 0-14 y 15-29 años son los más afectados ya que indican un 54,3% y 48,5%, respectivamente. En este sentido, la pobreza infantil en los 31 conglomerados urbanos es sustancial. Chicos que comen mal después del colegio tienen problemas para la comprensión de textos.
En el caso de los jubilados, quizá los miembros de la tercera edad, sin hijos chicos, son ayudados por el grupo familiar. Habría que estudiar este punto y hacer la comparación internacional necesaria.
Sigue siendo alta la brecha entre provincias del NOA y del NEA con CABA. Los procesos de convergencia en cuanto a PIB per cápita y pobreza, estudiados por Mauricio Grotz (investigador del proyecto Productividad Inclusiva del IAE y la Universidad Austral), confirman esta brecha.
La indigencia ha subido un poco. Durante la gestión del Frente de Todos ha subido seguramente por la pandemia, que supuso aislamiento y caída del ingreso real. No obstante, la pobreza cuadruplica la indigencia.
Habrá que seguir la evolución del índice de pobreza, que es derivado de dos indicadores muy malos para 2022, crecimiento nulo e inflación, que sería 65% (en un estimado muy difícil de pronosticar, dada la enorme volatilidad económica y la crisis de gobernabilidad).
Dado que la incidencia de la pobreza y la indigencia resultan de la capacidad de los hogares de acceder a la canasta básica alimentaria (CBA) y a la canasta básica total (CBT) mediante sus ingresos monetarios, el nivel de actividad, empleo y la inflación son determinantes importantes sobre este desempeño.
Claramente el costo de la canasta de alimentos sigue en una fase de ascenso representada por la inflación minorista. Entretanto, otro factor que deteriora el poder adquisitivo de los ingresos sobre la canasta es la dificultad de la economía en generar empleos y, por lo tanto, ingresos en las familias, frente al magro desempeño de la reactivación económica y el sostenimiento de la inflación promedio de 3,6% y un acumulado en enero-septiembre de 37% (incluso mayor al mismo período del año 2019, cuando la inflación anual terminó siendo de casi 54%).
En efecto, el costo de los alimentos registrados a través de la canasta básica alimentaria y la canasta total de consumo sigue en crecimiento a pesar de las regulaciones y controles de precios. La caída del salario real supondría más pobreza, al menos en la provincia de Buenos Aires. Esto constituye mayor vulnerabilidad para la sociedad, dado un nivel alto de pobreza e indigencia, lo cual intensifica la necesidad de impulsar la reactivación económica e implementar una política económica desinflacionaria.
El rebote de actividad del segundo semestre pudo haber arrastrado en parte la oferta de trabajo. Este año ha sido muy planchado en cuanto a actividad, que se ha amesetado, pero con diferencia entre sectores.
Otro instrumento vinculado con el mediano y largo plazo que es imperante para evitar la frecuencia con la que los indicadores sociales se ven afectados es el nivel de inversión productiva y en capital humano, a los efectos de mejores condiciones para insertarse en el mercado de trabajo, gestión que impulsamos desde el Proyecto Productividad Inclusiva en el IAE y la Universidad Austral.
La inversión se sostiene en un nivel bajo desde el inicio de esta década, ubicándose en 15,6% del PIB corriente. Variable que no solo se vincula directamente con el nivel de empleo y la producción, sino que también supone mejores condiciones para evitar una dinámica de precios expansiva, que afecte al poder adquisitivo de los ciudadanos.
Es importante que la gestión económica sea integral, es decir, no sólo se establezca una perspectiva de acuerdos con los distintos forma- dores de precios en aras de estabilizar expectativas y decisiones de precios, sino que es de gran importancia desactivar la financiación monetaria del déficit.
La mayor circulación monetaria como consecuencia de ampliar la política de asistencia social, en ausencia de generación de trabajo privado, genera condiciones expansivas para la inflación y el deterioro de los indicadores sociales que matizan y establecen un sesgo contractivo sobre la demanda agregada y la recuperación económica. Menor poder adquisitivo de salarios se vincula con una menor demanda de consumo.
En suma, el panorama social es preocupante y no parece haber un proceso de reversión consolidado.
No obstante y como aludimos desde el proyecto Productividad Inclusiva, la inversión en general y, en particular, en capital humano se traduce en mejores condiciones de inclusión social a la estructura productiva, lo cual es un camino de salida. Indudablemente hay mucho por hacer en nuestro país.